La perseguían. Estaba segura de que la perseguían. Iba cruzando la plaza, en diagonal, con unas carpetas agarradas entre sus brazos, pelo atado con un broche, como si el pelo hubiera quedado atrapado todo el día entre los dientes del broche, desde el mismo momento en que se lo ató para cepillarse la boca y no tener que cargar durante la jornada la punta de los pelos dura de la pasta dental. La tarde estaba apagada, pero se percibía que en alguna habitación contigua del mundo había luces. En un primer momento, no lo hubo notado porque llevaba en sus oídos los auriculares del reproductor de música portátil, que, por la era tecnológica en la que nos encontramos, se ha dado en llamar, desde hace una corta data y cada vez con mayor adaptabilidad, MP3 o MP4. El trayecto a casa le llevaba unos veinte minutos caminando, y a los cinco de haberlo iniciado, se quedó sin batería. Ahí fue que empezó a percibir un ruido, como si estuviera lejano. El ruido era constante, tan constante como sus pasos, y seco, un ruido seco. Acomodándose el saquito sobre el pecho, giró la cabeza, inclinando también su cuerpo levemente hacia la izquierda, para corroborar que nadie estuviera tras de ella. O para acelerar el paso. Encontró vacío el camino que venía recorriendo. Para no caer en la tentación de la fantasía y restarle importancia a sus percepciones, desvió la atención hacia el contacto de su piel con el aire cálido que la rodeaba, y se acordó de las noches de verano en las playas de Monterroso, en Italia. Y también se le representaron las primeras noches de verano en la ciudad, cuando la gente cambia la expresión de su cara, aliviándola. Y después pensó que la estaban persiguiendo. Sí, así no más, sin pedir permiso o tan si quiera golpear las puertas, se le entrometía el pensamiento de que la estaban persiguiendo. Y era por el ruido que escuchaba, estaba segura. Ahora percibía claramente que el ruido eran pisadas. La plaza había quedado atrás, desvió la mirada a la vereda contraria. Nadie. Ese barrio, a esa hora, era un barrio tranquilo. En un zaguán cruzó a un perro vagabundo, color canela, hechado. Al llegar a la esquina, frenó. Respiró profundo, empezaba a ponerse nerviosa, y anticipándose al miedo, respiró profundo para recobrar su calma y su paso.
Hasta llegar a la casa hizo esfuerzos sobrehumanos en la lucha entre el perseguidor y la memoria de los lindos recuerdos por ganar el territorio cerebral. Abrió la puerta y la cerró rápidamente del lado de adentro con doble vuelta de llave. Se sacó los zapatos de taco y los dejó en la alfombra de la entrada. Se acostó a domir tranquila, y todos sus sueños fueron alegres. Sabía que la puerta, la cuidaba el perseguidor.
sábado, 25 de octubre de 2008
domingo, 19 de octubre de 2008
jueves, 9 de octubre de 2008
Equilibrio
Guadalupe, desde chica, solía subirse a cuanto cantero se cruzaba y lo recorría de punta a punta acomodando cuidadosamente un pie delante del otro, para evitar salirse del filo. Se imaginaba que si caía iba a ser devorada por los tiburones que merodeaban sigilosos los zócalos de las veredas.
También disfrutaba jugar al flamenco. Se vestía toda de rosa, salía al terreno que se extendía detras de su casa, fijaba la vista en un punto y podía pasar horas con todo el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha. Si se cansaba o el pie izquierdo tocaba la tierra, cambiaba de pierna.
Guadalupe se ponía a prueba constantemente. Y también ponía a prueba a sus padres, que nunca llegaron si quiera a sospechar de que siempre se trataba de un juego premeditado por la pequeña Guadalupe cuando a punto caramelo el cachetazo, ella los miraba con sus grandes ojos negros y la paz volvía a reinar, y lo que podía haber sido una catástrofe no dejaba de ser una simple travesura. "Y la próxima vez te quedás sin postre, ¿entendiste?", "Sí, mami, te prometo que no me vuelvo a ir sin avisarte", decía con apenas cuatro años.
Se pasaba horas y horas mirando trapecistas en el televisor. Cómo iban de un extremo a otro, siempre por la misma cuerda, con sigilo, con respeto, porque si algo había aprendido es que al equilibrio hay que tenerle respeto. Es muy difícil obtenerlo, y extremadamente frágil su cuidado.
Se parte desde una base, el resultado es simplemente llegar intacto hasta la otra base, que no significa que sea mejor, simplemente es el otro extremo de la misma cuerda. En el medio, pueden pasar dos cosas: encontar la comodidad del equilibrio, o caerse.
La comodidad del equilibrio es fabulosa, pero lo que Guadalupe empezaba a notar es que ante la menor distracción del trapecista, el peso de su cuerpo lo hacía tambalear hasta caer abrazado por la red de contención. Por suerte, en la mayoría de los casos, siempre había una red de contención.
A medida que fue creciendo, Guadalupe fue cruzando cuerdas, desde una base hasta la otra, siempre cuerdas distintas. De la maldad a la bondad, de la alegría a la tristeza, del invierno al verano, de la soledad a la compañía, de las limitaciones a la libertad, de la pobreza a la riqueza, del hambre a la saciedad, de lo limpio a lo sucio, del cansancio al descanso, de las dudas a las certezas, de la mentira a la verdad, del silencio al ruido, del movimiento a la quietud. Y acá se quedó. Fue y vino muchas veces de un lado al otro de las cuerdas, hasta que se quedó quieta. Y quiso recorrer la cuerda de los sueños. En un extremo estaba su capacidad absoluta y extrema de soñar, y del otro lado no sabía con qué se iba a encontrar. ¿Cuál es la dualidad de soñar?
Se hizo una cola de caballo en el pelo, estiró los músculos, respiró profundamente varias veces, controló que sus zapatos estuvieran firmes y se lanzó, con cautela y respeto a cruzar la cuerda.
Iba llegando al centro de la cuerda, al punto máximo del equilibrio, desde donde se puede empezar a vislumbrar la plataforma del otro extremo, y miró para abajo. Tuvo la concentración para no dejarse caer, pero notó que debajo de esta cuerda no había red de contención, y le dió miedo.
Con la misma cautela y respeto que había iniciado su travesía, giró la cabeza, luego las caderas y por último los pies, y volvió a sentarse a la base desde la que había salido, temblando.
También disfrutaba jugar al flamenco. Se vestía toda de rosa, salía al terreno que se extendía detras de su casa, fijaba la vista en un punto y podía pasar horas con todo el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha. Si se cansaba o el pie izquierdo tocaba la tierra, cambiaba de pierna.
Guadalupe se ponía a prueba constantemente. Y también ponía a prueba a sus padres, que nunca llegaron si quiera a sospechar de que siempre se trataba de un juego premeditado por la pequeña Guadalupe cuando a punto caramelo el cachetazo, ella los miraba con sus grandes ojos negros y la paz volvía a reinar, y lo que podía haber sido una catástrofe no dejaba de ser una simple travesura. "Y la próxima vez te quedás sin postre, ¿entendiste?", "Sí, mami, te prometo que no me vuelvo a ir sin avisarte", decía con apenas cuatro años.
Se pasaba horas y horas mirando trapecistas en el televisor. Cómo iban de un extremo a otro, siempre por la misma cuerda, con sigilo, con respeto, porque si algo había aprendido es que al equilibrio hay que tenerle respeto. Es muy difícil obtenerlo, y extremadamente frágil su cuidado.
Se parte desde una base, el resultado es simplemente llegar intacto hasta la otra base, que no significa que sea mejor, simplemente es el otro extremo de la misma cuerda. En el medio, pueden pasar dos cosas: encontar la comodidad del equilibrio, o caerse.
La comodidad del equilibrio es fabulosa, pero lo que Guadalupe empezaba a notar es que ante la menor distracción del trapecista, el peso de su cuerpo lo hacía tambalear hasta caer abrazado por la red de contención. Por suerte, en la mayoría de los casos, siempre había una red de contención.
A medida que fue creciendo, Guadalupe fue cruzando cuerdas, desde una base hasta la otra, siempre cuerdas distintas. De la maldad a la bondad, de la alegría a la tristeza, del invierno al verano, de la soledad a la compañía, de las limitaciones a la libertad, de la pobreza a la riqueza, del hambre a la saciedad, de lo limpio a lo sucio, del cansancio al descanso, de las dudas a las certezas, de la mentira a la verdad, del silencio al ruido, del movimiento a la quietud. Y acá se quedó. Fue y vino muchas veces de un lado al otro de las cuerdas, hasta que se quedó quieta. Y quiso recorrer la cuerda de los sueños. En un extremo estaba su capacidad absoluta y extrema de soñar, y del otro lado no sabía con qué se iba a encontrar. ¿Cuál es la dualidad de soñar?
Se hizo una cola de caballo en el pelo, estiró los músculos, respiró profundamente varias veces, controló que sus zapatos estuvieran firmes y se lanzó, con cautela y respeto a cruzar la cuerda.
Iba llegando al centro de la cuerda, al punto máximo del equilibrio, desde donde se puede empezar a vislumbrar la plataforma del otro extremo, y miró para abajo. Tuvo la concentración para no dejarse caer, pero notó que debajo de esta cuerda no había red de contención, y le dió miedo.
Con la misma cautela y respeto que había iniciado su travesía, giró la cabeza, luego las caderas y por último los pies, y volvió a sentarse a la base desde la que había salido, temblando.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)